La marionetista
La
tímida luz del amanecer comienza a envolver los muros de la ciudad, lenta, muy
lentamente. El mundo inicia su despertar y el tímido murmullo de los pájaros y
el viento pronto se convierte en el devenir de la rutina diaria. La plaza,
apenas poblada por algunos mendigos, empieza a recibir a sus ciudadanos diarios:
comerciantes, artesanos, campesinos, pilluelos, ladrones y niños con menos
inocencia que años a causa del hambre. Comenzaban a circular carros cargados
con frutas y animales de carga que portaban pacas de lana o paja. Las puertas
de las tiendas se abrían y los comerciantes de paso instalaban sus carromatos
allá donde el barro y la suciedad no estaban tan presentes, lo que resultaba
una auténtica odisea. Tan solo unos
instantes después del amanecer, toda la plaza estaba a rebosar de actividad,
con los gritos del gentío y el vaivén de la rutina diaria.
Junto
a un callejón que llevaba a la parte oeste de la ciudad, se situaba en esta
plaza la curtiduría. En este pequeño local el dueño confeccionaba prendas y
objetos del cuero procedente de diferentes villas y pueblos vecinos que
compraba a los comerciantes. No eran especialmente famosas o de una manufactura
fina y cuidada, pero sin duda eran las más resistentes y el propietario estaba
orgulloso de todo cuanto vendía: bolsas de viaje de todos los tamaños, sacos,
carteras, arreos para todo tipo de animales, protecciones para diferentes
partes del cuerpo en la monta, el campo, etc. Una sola persona estaba tras el
mostrador: un hombre gordo, con barba, una cabeza poblada con poco pelo castaño
y unas manos tan grandes y llenas de callos que parecían hechas del propio
cuero que trabajaban. Mientras preparaba la tienda para los esperados
compradores del día, miraba distraídamente por la enorme ventana que había
junto a la puerta y que daba al centro de la plaza.
En
el corazón de esta ciudad una muchacha preparaba su pequeño puesto de madera.
Daba la sensación de desear pasar desapercibida, a pesar de que necesitaba
atraer la atención de todos cuanto pudiera para proporcionarse un sustento con
el comprar un poco de pan y queso. Llevaba consigo dos grandes cajones de
madera y una bolsa abultada de cuero que el dueño de la curtiduría, que la
observaba desde la gran ventana de su tienda como cada semana, reconoció
enseguida como suya. A menudo se preguntaba cómo aquella diminuta chiquilla,
toda huesos y de piel blanquecina enfermiza, podía cargar con aquellos trastos
sin la ayuda de nadie. Tan solo una vez la había visto de cerca, el día que
vino a su tienda a comprar aquella bolsa de cuero. No recordaba nada especial
en aquella muchacha (belleza, gracia, simpatía o dicha), tan solo que parecía
el ser más triste de todos cuanto conociera. Desde aquel día, todas las mañanas
de los miércoles veía como instalaba su puesto de madera y desaparecía tras una
tela que en su día quizás fuera roja. Era entonces cuando aparecían dos
pequeñas marionetas en su lugar.
El
curtidor no sabía qué aspecto tenían aquellos títeres ni cuál era la función
que cada semana representaba aquella joven, pues nunca había traspasado el
umbral de su tienda para comprobarlo. De hecho, a pesar de observarla a menudo,
nunca había visto público ante aquel teatrillo y por el aspecto de ella no
parecía que ganara mucho dinero con su arte ambulante, al menos en la pequeña
villa. Siempre estaba sola (con la excepción de las marionetas) y quién era o
de dónde venía era un misterio para él. Lo único que sabía de la joven era que
desde hacía tiempo instalaba su medio de vida en aquella zona de la plaza todos
los miércoles y que no faltaba nunca, ya hiciera viento, lluvia o un sol
infernal, y que al atardecer desmontaba su teatro de madera y desaparecía calle
abajo con el crepúsculo.
Pasaron
muchas semanas con la misma estampa: el hombre atareado con su negocio que
mientras se ocupaba de sus faenas observaba a la casi invisible chiquilla,
actuando también para un público invisible. Estaba seguro de que solo él en
toda la plaza se había percatado de la existencia de aquella marionetista y no
entendía por qué volvía cada semana en vez de buscar un lugar más próspero o trabajar
en cualquier otro oficio. Sentía lástima por ella.
Ocurrió
entonces que un día, no sabía cuánto tiempo después, el curtidor dejó de
vislumbrar a la muchacha desde su ventana y desde entonces no volvió ningún
miércoles con el amanecer. Fue un día de poca faena que el curtidor reparó en
aquel detalle, cuando pintaba de nuevo las letras del cartel de su negocio. La
buscó por toda la plaza, pero no la vio. Durante un momento se planteó incluso
preguntar a algunos de los vecinos y comerciantes si sabían algo de ella, pero
estaba seguro de que ninguno la recordaría y menos aun sabrían su paradero. Así
pues, aquella delgaducha y raquítica marionetista desapareció y nunca más
volvió con sus grandes cajas de madera y sus títeres metidos en una bolsa de
cuero y el curtidor la olvidó.
*
Pasaron
muchos años y la pequeña villa se convirtió en una ciudad próspera y comercial,
ruta de paso para todos aquellos que tenían un negocio y destino de aquellos
que buscaban hacer fortuna. Los negocios se multiplicaron (al igual que los
ladrones y los borrachos), las calles intentaron volverse más limpias sin
ningún éxito y comenzó a llegar también una población muy diferente: burgueses,
eruditos y nobles. La ciudad se expandía fuera de las murallas y ahora el
interior se había convertido en una zona más selecta. Sin embargo, a pesar del
tiempo pasado, la curtiduría seguía en el mismo lugar, con la mercancía, el
mostrador y la gran ventana que daba a la plaza de siempre. Lo único que había
cambiado era la persona tras el mostrador: ahora había un joven de pelo
castaño, alto y de brazos fuertes, aunque todavía conservaba rasgos infantiles
en su rostro.
En
la entrada de la tienda, en una vieja silla de madera gastada, estaba el viejo
curtidor tomando un poco el sol mientras observaba el ajetreo diario de la
plaza. Sus veteranos huesos crujían con cada movimiento y apenas podía oír,
pero las viejas costumbres eran algo difícil de olvidar y cada mañana iba con
su hijo a la tienda, como había hecho cada día de su vida. Daba la casualidad
que aquel día eran las fiestas del patrón y la plaza estaba engalanada con telas
de colores, farolillos y demás objetos llamativos. El viejo curtidor ya no recordaba quién era
el patrón a quien se homenajeaba, pero disfrutaba mucho del ambiente festivo.
El
sol estaba alto en el cielo despejado cuando un murmullo singular subió por las
calles, desde la parte baja de la ciudad. Al principio el viejo curtidor no
pudo apreciarlo con claridad, pero a medida que pasaban los minutos se iba
haciendo más y más intenso, como si poco a poco algo recorriera las calles de
la ciudad y subiera hacia la plaza. La gente comenzó a animarse y pronto un
revuelo invadió tanto a mayores como a jóvenes. Los niños subían corriendo las
calles gritando y los tenderos y mercaderes dejaban sus labores para asomarse a
las puertas de los negocios.
De
repente, hubo un gran estruendo de música, color y risas que inundó aquella
vieja plaza. Decenas de personas llegaban con lo que parecía un carnaval:
antorchas, malabaristas, músicos, telas brillantes, carromatos tirados por
grandes bueyes y en el centro de toda la emoción, un desfile completo de
personajes variopintos que el viejo curtidor nunca había visto: un joven
vestido con un extraño traje de rombos de colores, sombrero y máscara; una
mujer de aire misterioso con brebajes de colores que acompañaba a una joven
pareja a la cual intentaba unir (o embrujar tal vez); un hidalgo de triste
figura, acompañado de un escudero gordo y un caballo que sin duda había visto
tiempos mejores. A su lado, un caballero completamente diferente: hermosa
armadura y brillante espada, parecía un príncipe de un país extranjero, aunque
el odio y la venganza parecían llevar sus pasos…
Continuaban
así diferentes personajes de lo que debía ser una gran compañía teatral, de
esas que recibían los reyes y nobles en sus palacios, dejando a su paso
alegría, emoción, color y música. El viejo curtidor notaba su corazón palpitar
de emoción, pues nunca había visto espectáculo igual en su larga vida. Cogió su
gastado bastón y con una extraña viveza se puso en pie y se aproximó a la
comitiva. Cuando se acercó, vio llevando el último carromato, el más grande de
todos, a una mujer. A diferencia de los demás no vestía con ropa llamativa, no
saludaba al público ni parecía querer atraer la atención, simplemente llevaba
el carro y su mirada se iluminaba al ver la magia que se creaba a su alrededor.
Ella era el artífice de todo aquello, la creadora de la compañía teatral y,
aunque no lo demostrara, su corazón era el más feliz de aquel lugar. Cuando
pasó junto al viejo curtidor, lo miró y sonrió. El pobre hombre nunca llegó a
reconocerla, pero cuando vio la sonrisa feliz de aquella mujer, su corazón se
sintió tranquilo y en paz.
¡Hola! me ha gustado mucho tu historia, ojala en algún momento la historia que escribo pueda salir a la luz y causar los sentimientos que tu cuento me causo, muchas gracias por compartir esto con el mundo :3
ResponderEliminarBesos
Muchísimas gracias por tu comentario, me alegro un montón de que te haya gustado mi historia. No soy aficionada a publicar las cosas que escribo así que tus palabras me animan mucho.
ResponderEliminarTe animo a continuar con tu historia y que la publiques, me encantaría leerla cuando llegue el día. ¡Besos! ^^
Pues qué bien escribes!! Me ha gustado mucho el relato, es muy emotivo, felicidades!! :)
ResponderEliminarGran relato, aunque la frase "tan solo que parecía el ser más triste de todos cuanto conociera" me rechina por alguna razón que no consigo identificar.
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